estábamos cenando, uno frente a otro. una cena común, una charla común.
y apenas detrás, interceptando mi mirada, unos otros ojos. penetrantes, cristalinos. fijos en mí. llamándome en silencio, atrayéndome como un imán.
inútilmente intenté resistirme al hechizo, no quería extraviarme en ese mar azul tan prometedor como peligroso, pero no podía sustraerme.
lo miré, me miró, nos miramos largo rato absurda e incomprensiblemente, con mi atención oscilando entre la charla inofensiva de mi propia mesa y la provocación callada y perseverante de la mesa cercana. la tele, al fondo, servía de excusa para desviar la vista de mi acompañante.
tenía una remera que hablaba de una librería y un libro abierto: contraseñas de un pacto secreto. y me miraba, sin vergüenza, sin reclamos. invitándome impunemente a seguirlo en esa conversación líquida.
pasaron diez minutos o dos horas, no podría precisarlo. de pronto noté que su cena había terminado. embelesada, hipnotizada, seguí sus movimientos como un duelo anticipado. comprendí que cada uno de ellos marcaría un hito en la cuenta regresiva que indicaba el final de nuestro vínculo silente. él, aparentemente inmutable, puso el señalador dentro del libro, pagó, se ajustó la bufanda al cuello. y todo sin dejar de acariciarme con esos ojos suyos.
cuando se levantó para salir, inevitablemente debía pasar por nuestro lado.
-chau.-disparó.
y me dejó muerta ahí mismo, con los codos sobre la mesa, el cuerpo inerte, los ojos en blanco, la boca apenas entreabierta. y en silencio.