le conté que no estaba muy bien. que saber que a otros les pasaba lo mismo no me consolaba. que entendía que era un mal de estos tiempos, de la falta de compromiso y del malamor, del zapping afectivo y del calentamiento global, pero que conocer las causas no me hacía menos infeliz.
confesé que aún dormía ocupando una mitad de la cama y que más de una madrugada esperaba entre sueños un abrazo adormilado. que seguía preparando café como para dos y terminaba siempre tomando dos tazas.
admití que cancelé el contestador automático para no encontrarlo vacío; que dejé de llorar porque no tenía quien me corriera el pelo de la cara y me dijera que todo estaría bien.
le dije que no había perdido las esperanzas, aunque no recordaba donde las había dejado.
me sugirió que me comprara un perro. y no tuve más remedio que matarla.